MAROVE: PERIODISTA Y ARTISTA
En el mes en que se celebra la amistad, un valor que todos debemos practicar, Luis Eduardo Podestá en su blog: podestaprensa.com escribió una bonita nota en homenaje a un caro amigo que compartimos, Manuel Rodríguez Velásquez (MAROVE), periodista que se inicio en los años 50 en el desaparecido diario El Deber y luego continuo en El Pueblo hasta mediados de los 90s.; también fue fotógrafo y artista plástico que incluso hizo docencia en la Escuela de Bellas Artes "Carlos Baca Flor". Hoy con 86 años encima, y la salud resquebrajada por el paso de los años, pasa sus últimos días en una casa de reposo.
A continuación la nota de Podestá sobre MAROVE, para que las nuevas generaciones sepan algo de él.
A continuación la nota de Podestá sobre MAROVE, para que las nuevas generaciones sepan algo de él.
El reposo de un periodista de pelea
Manuel Rodríguez Velásquez
tiene la felicidad de tener a
su
familia todos los días a su
lado
Manuel Rodríguez Velásquez, Marove es su seudónimo
artístico, es un periodista de pelea, que luchó para defender sus derechos y al
cual solo ha podido echar a la lona la enfermedad que padece.
Durante mi última estada en Arequipa hice una llamada a su casa como
solía hacerlo cuando llegaba a esa ciudad y me encontré con una sorpresa que me
dolió hasta las lágrimas, a mí, que soy duro ante los peores trances y sabe
disimular la pena.
Estaba, me dijo su esposa Lupe, mi comadre, en una
casa de reposo y dudaba de si me pudiera reconocer.
El alzheimer había hecho pasto de su cerebro
privilegiado y mantenía en receso las manifestaciones artísticas a que dedicó
su vida de periodista.
Porque Marove no solo era redactor, sino que fue un
inspirado caricaturista y un fotógrafo artístico, a quien la ceguera que
comenzó a padecer hace veinte años, no pudo dominar.
Me extrañó alguna vez en Arequipa saber que presentaba una muestra de
sus fotografías, tomadas -¿se puede hacer eso?- guiado solo por las sensaciones
del clima que lo rozaba.
Vi, entonces, un amanecer enrojecido sobre las
montañas orientales de Arequipa y me pregunté a qué hora, poco después del
amanecer, había sido captado.
Marove se reía cuando le preguntaba sobre el tema y
desviaba la conversación, porque me parecía que se había levantado muy temprano
y al sentir los rayos del sol sobre su cuerpo, apretó el disparador.
En busca de modernización
Lo conocí en junio de 1957 cuando ingresé a
trabajar en el diario El Pueblo como
redactor. Me dio la mano, “bienvenido”, me dijo, “contigo aquí podremos hacer
muchas cosas”.
Quizá se refería a que como mi experiencia laboral venía de La Prensa,
diario capitalino que imponía formas de redacción y medidas de diagramación
modernas a través de “carillas milimetradas”, volcaría esos conocimientos en
beneficio de mi nuevo diario.
Así fue, aunque hubo tropiezos, pues las famosas
carillas milimetradas no tuvieron la entusiasta recepción que imaginé. Jorge
Hani, el jefe de locales, pasaba largas horas contando las letras y espacios de
un renglón para establecer el tamaño de una información.
Le decía que eso ya estaba inventado con las carillas de La Prensa, pero
él alegaba que los linotipos de El Pueblo tenían otras matrices incompatibles.
¡Cosas técnicas que no interesan hoy, pero que a
Marove lo puso de mi lado en las discusiones que se propiciaban en la
redacción!
Bien. Marove hacía las caricaturas para mi columna,
escrita en tono jocoso a veces, pero casi siempre con alto contenido crítico
sobre asuntos de la ciudad y de sus barrios.
También lo hizo cuando editamos una revista de mala suerte, como que su
nombre fue “Trece” y que no duró, si los recuerdos no me engañan, no más de
cuatro números.
Sus peleas de toros
Con Marove pasábamos largas horas nocturnas
hablando de las peleas de toros, una justa leal, decía, que muy rara vez es
sangrienta y se reduce a una medición de fuerzas entre dos animales entrenados
y criados para eso.
Yo me fui hacia nuevos horizontes -primero Correo y
más tarde Expreso- en Lima y nos perdimos ocasionalmente de vista, pero en mis
viajes a Arequipa, siempre nos encontrábamos para charlar.
Me enteré de las vicisitudes de El Pueblo, después
de la muerte de su director y propietario Morales Blondet, cuando surgieron
luchas internas por el poder entre grupos de trabajadores e intereses foráneos,
en las que él participó con entereza y con amor al diario en que había
trabajado toda su vida.
Salió malparado, pero continuó su pelea desde
afuera, hasta que su salud, deteriorada progresivamente, lo recluyó en el hogar
familiar.
Mi comadre Lupe, su esposa, me cuenta de sus últimas crisis que
obligaron a mantenerlo bajo estricto y permanente cuidado médico. Me advirtió
que quizá no me reconocería y que comprendiera la situación. Así lo prometí.
Pero, ¡oh sorpresa! Me saludó como un amistoso
“¿cómo estás?” y luego me preguntó: “¿Estás trabajando para algún periódico?”.
Sostuvimos una conversación a tropezones, pero
amistosa, a veces risueña, en presencia de su esposa Lupe, su hija Emily y su
nieta Sofía, que concurren religiosamente todos los días a pasar con él varias
horas.
Creador de la fama de Menelik
Marove escribió un libro sobre “Las peleas de toros
de Arequipa” y se hallaba en plena investigación sobre el destino de los restos
del prócer y poeta Mariano Melgar cuando la crisis de su mal interrumpió su
tarea.
En su libro, Marove rescata la loncca tradición de las peleas de toros y
devela con minuciosidad la historia de Menelik, un toro que no nació para el
arado sino para pelear y se convirtió en el campeón de campeones de la campiña
durante muchos años.
Cuando Menelik murió, sus propietarios hicieron
embalsamar su cabeza y la guardaban como una reliquia, pero algunas
instituciones la pidieron prestada para ferias y exhibiciones y perdió un ojo y
se maltrató de mala manera hasta que sus dueños decidieron rescatarla y guardarla
en su casa para siempre.
Recuerdo que Marove asistía todos los domingos a
las peleas de toros, allí donde se produjera, en cualquier condición del tiempo
y que los lunes El Pueblo publicaba sus notas acompañadas por fotografías que
él mismo tomaba, sus dibujos y sus caricaturas.
Me duele que se encuentre enfermo y que su
condición no le permita la escritura ni la lectura y ni la práctica de su arte,
la caricatura, el dibujo y la fotografía que fueron sus hábitos de toda la
vida.
Es, me digo sin resignación, el precio que los años nos imponen.
Pero el hecho de que su familia lo acompañe
diariamente y se ocupe de sus mínimas necesidades, aunque no lo tengan presente
en el hogar como en el pasado, es conmovedor porque -y sepámoslo todos quienes
lo conocimos- no permiten que caiga sobre él la soledad que suele acompañar a
quienes, como él, padecen los males que duran tanto como el tiempo mismo.
Por eso me permito enaltecer la tarea que se han
impuesto su esposa Lupe, sus hijos Jorge, Karina, Erick y Emily y sus seis
nietos, para estar con él todas las horas que la casa en que se encuentra lo
permita.
Que estos breves párrafos, hermano Marove, sean,
asimismo, el homenaje que rindo a la camaradería incondicional que nos unía en
los intensos años que compartimos en la casa periodística en que nos conocimos
hace más de 60 años.
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