LA SEMANA SANTA DE LA AREQUIPA DE AYER


 

Arequipa fue considerada la “Roma de América” no solo por la belleza de sus templos y monumentos religiosos sino también por la religiosidad de su gente y digo “fue” porque hoy los cambios en la humanidad también han modificado la forma de pensar de los que hoy habitan la ciudad blanca incluida sus devociones. Sin embargo, muchos arequipeños católicos que amamos los nuestro, queremos que se mantengan por lo menos en el recuerdo y si es posible porque no revivir muchas de esas tradiciones para motivar el turismo externo e interno hacia nuestra bella Arequipa.

Las nuevas generaciones ya no practican muchas de las costumbres que a continuación les narraremos, sin modificar su redacción y términos usados en las épocas citadas. La historia es tomada del libro: AREQUIPA SUS FIESTAS Y COMIDA TÍPICA, escrita por el historiador e hijo Predilecto de Arequipa Juan Guillermo Carpio Muñoz (1943-2018).

LA SEMANA SANTA

 

En el calendario de la Arequipa tradicional, no existe una semana en el año, tan llena de recogimiento público y las manifestaciones religiosas de la feligresía, como la Semana Santa. Advirtiendo que hoy, la observancia de los días santos no es tan rigurosa como en la Arequipa de antaño, veamos cómo discurrían.

El Domingo de Ramos los arequipeños concurrían a los templos a escuchar misa, portando palmas, cruces tejidas con “cogollos” de palmeras, ramos de laurel o de cualquier otro vegetal apreciado. Después de bendecidos y recordando la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, los ramos eran enarbolados y agitados entre cánticos y rezos, mientras el Santísimo procesionaba por dentro del templo, en medio de una nube de incienso y en una custodia de metales y piedras preciosas. En la Catedral la ceremonia era mucho más solemne y extensa porque se verificaba La Reseña, en que los sagrados oficios los desempeñaban el Obispo y los venerables deanes del Cabildo Eclesiástico. Muy concurridas también eran las iglesias de Santa Teresa y Santa Catalina donde procesionaban imágenes de Jesús montado en un borrico y primorosamente vestido por las monjitas de sus respectivos conventos. Al regresar las familias a sus casas, acostumbraban clavar las verdeamarillas cruces tejidas con palma, o las cruces que hacían con los ramos benditos, en la parte posterior de la puert’icalle o en el dintel que la encimaba; para que “no entren” a sus hogares: brujerías, envidias, enfermedades, ni maleficios de ninguna clase. 

Las celebraciones por el Domingo de Ramos continuaban en la tarde, con la procesión del Señor del Perdón y la virgen de la Penas que sale de la Basílica Catedral acompañada de por la Banda de música del Colegio Jesuita San José.

 El Lunes Santo, las imágenes religiosas de todos los templos lucían cubiertas por extensas telas de color morado o negro. Así quedaban toda la semana. Desde ese día también la mayoría de las personas vestían de negro, es decir “de luto”. Igualmente, en varios templos se empezaba a rezar “el quinario” el Lunes Santo. Los caballeros que tenían esa devoción se enclaustraban por tres días en los conventos de San Francisco y La Merced para hacer ejercicios espirituales (el retiro los preparaba mejor para comulgar en “pascua florida”).

Por la tarde, los fieles en multitud procesionaban al Señor de la Caridad y a otras imágenes sagradas del Templo de Santa Marta, por las calles de la ciudad. Es de advertir que del Lunes Santo al Día de Gloria de Resurrección se silenciaban todas las campanas, llamándose al culto con matracas; no se tocaba música que no fuese sagrada; no se “levantaba la voz” por ningún motivo; no se permitía a los niños dar risotadas, jugar a la pelota o reñir entre ellos porque las abuelas consideraban que se convertían en “diablos cuaresmeros” que se “alegraban” del sufrimiento del Señor, o que le pateaban su cabeza o lo mortificaban; muchas familias hacían ayunos voluntarios o se abstenían de comer carnes, reemplazando sus comidas cotidianas por caldillos de huevos o de verduras, ajíes de pan, de lacayote, de calabaza, papa o fideo al horno, cauche de queso, torrejas de diversas verduras.

Por la tarde del Martes Santo se realizaba La Procesión del Encuentro en Yanahuara, en que Jesús en andas portado y acompañado por sólo varones se “encontraba” con la Virgen María y María Magdalena que eran llevadas por todas las mujeres que asistían por otro borde de la Plaza de la Villa. Previo sermón del párroco, las imágenes que estaban colocadas frente a frente, eran levantadas e inclinadas entre sí bajo una lluvia de flores. Luego, fundidos en un solo torrente todos los fieles e imágenes avanzaban hasta repletar la solitaria, como abovedada nave de la Iglesia de San Juan Bautista, conocido popularmente como San Juan Ccalato. Por la noche salía, en la ciudad, de la Iglesia de la Compañía de Jesús, la procesión del Señor Cautivo, del Justo Juez y de la Virgen Macarena. Como sucede hasta ahora (aunque antes en mayor número) diversos feligreses acompañaban esta procesión descalzos, cargando al hombro cruces de madera de tamaño natural y escondiendo su identidad bajo puntiagudas capuchas. Como era de rigor en ésta, como en las otras procesiones, salían por el centro de la calle precediendo a las andas, los integrantes de las hermandades; además, claro está, de los que acompañaban en hileras sobre las aceras alumbrando con sus velas y de quienes, en tumulto y confundiéndose con los músicos de la Banda del Ejército, caminaban detrás de la Virgen cerrando la procesión. La Macarena, llorosa y bellísima, era muy visitada durante toda la Semana Santa, preferentemente por mujeres que le rezaban, le contaban sus cuitas y se ponían a llorar con ella.

El Miércoles Santo se sacaba en procesión al Señor de la Sentencia, venerada pintura del templo de la Merced. Este cuadro es precedido por la imagen de San Juan y seguido por la Virgen Dolorosa. Este cortejo es acompañado por la comunidad educativa del Colegio San Pedro Pascual, uno de los planteles más antiguos de Arequipa.

Jueves y Viernes Santo no circulaban carretas, birlochas, tranvías “de sangre” (armatostes sobre rieles halados por caballos percherones que hicieron el transporte público en Arequipa, entre 1871 y 1913), ni siquiera jinetes a caballo o burro y, en las calles, se dibujaban las figuras negras de los atribulados viandantes que en las veredas y muros de blancos sillares parecían silentes hileras de hormigas compungidas.

El Jueves Santo, por devoción de unos caballeros se ofrecía un banquete a doce pobres de la ciudad, previamente seleccionados. Los doce pobres eran además obsequiados con ropas nuevas y “una limosna”. Luego se los trasladaba a La Catedral donde, previo sermón alusivo, el señor Obispo de rodillas les lavaba los pies, delante de las autoridades políticas, militares, civiles y religiosas y una numerosa grey. Aunque con más sencillez, ceremonias militares de “lavado de pies” se realizaban en San Francisco, la Recoleta y San Antonio de Miraflores. Por la tarde, en todos los templos y capillas de la ciudad se celebraban misas de comunión general. Especial carácter revestía la comunión general en San Francisco y La Merced, donde los primeros en recibir la Sagrada Forma eran los honorables caballeros que salían del enclaustramiento en que habían hecho “ejercicios espirituales” desde el Lunes Santo.

A las seis de la tarde el Prefecto del Departamento, “presidiendo a las Corporaciones” y secundado por una Guardia de Honor comenzaba el recorrido de “Las Estaciones”. La población, organizada en grupos familiares, de amigos o de vecinos recorría las iglesias y capillas de la ciudad entre el recogimiento de los mayores, las miradas furtivas de los enamorados y el alegre retozo o el cansancio y aburrimiento de los niños. No faltaban algunos penitentes que hacían el recorrido cargando piedras, sillares o cruces de palo. Cada llegada a un templo era acompañada de las exclamaciones de admiración y sorpresa de los caminantes que, desde la puerta principal – abierta de par en par -, divisaban el Monumento preparado, según los casos, por las monjas, frailes, legos, cófrades, beatas o sacristanes. Las alegorías escenográficas simbolizaban la institución de la Eucaristía, con imágenes de corderos degollados y sangrantes, cálices, o palomas de blancas plumas o cuadros vivos de la Última Cena. Todo profusamente alumbrado y decorado con flores, tules y cortinas. Según su fortaleza y voluntad los fieles, previa promesa o costumbre, recorrían cinco, diez, doce o más estaciones.

Antes o después de recorrer las estaciones, las familias de acuerdo a su tradición particular acostumbraban a servirse las mazamorras. En todas las casas las hacían de tres tipos: la de harina con chancaca, el arroz con leche y la mazamorra morada con frutas secas, estas delicias se acostumbraba a acompañarlas con bizcochos de natilla y canela de la celebrada pastelería de “CagaLucho”. La tradición y las buenas maneras hacían que las familias se convidasen entre sí las mazamorras, esperando – con legítimo orgullo - que las propias resultasen más ricas que las demás.

El Viernes Santo la fuerza de la costumbre imponía no lavarse, ni peinarse, hablar poco y en voz queda. El ayuno era colectivamente acatado y los compungidos pobladores reprendían suavemente a los ccoros que no entendían de esas devociones con expresiones como éstas:

- No peguís al Señor igual

- ¿No podías callarte? Estáis gritando al Señor en su agonía.

- Ya pue, no juguís, ¡hereje!

El Viernes Santo se estilaba conseguir yerbas benditas. En realidad a todas se las consideraba como tales, particularmente a las silvestres. Las gentes se presumían o compraban en la Plazoleta del Mercado hojas o gajos de eucalipto, romero, hinojo, arrayanes, tiquil-tiquil, cardosanto, achicoria, borraja, adormidera, espin’e’perro, matecillo, malva, ortiga, paico, ruda, sauco, toronjil, sábila y tantas otras. Conseguían también para procurarse la buena suerte herrajes, guairuros, patas de conejo y friles de exóticos colores, con las ramas más grandes y aromáticas, barrían sus casas, especialmente “las dormidas” (así llamaban a los dormitorios) para alejar las enfermedades y aromatizarlas. Con ese mismo propósito algunos solían encender pequeños braceros en los que quemaban incienso.

Las señoras de campanillas enviaban a los templos sus reclinatorios y alfombras personales, con sus criadas, para que los ubiquen en los lugares más destacados.

En aquellos tiempos el almuerzo se servía al mediodía, pero el Viernes Santo se lo adelantaba a las once de la mañana. Consistía en un chup’e’viernes que ese día tenía su día de gloria, a pesar que generalmente se lo servía todos los viernes del año. El chup’e’viernes exhala su sabor característico atemperando la agresividad de las machas frescas o secas, los trozos de pescado y el ají colorado; con la jugosa templanza de la leche, el queso fresco azangareño y una serie de verduras entre las que brillan las habitas tiernas y desnudas. Las familias con mejores posibilidades económicas preferían servirse un chupe de camarón, que con sus impresionantes crustáceos de roja caparazón, sus racimos de cau-cau y su rama de watacay; es también un chup’e’viernes, pero de gran Pontifical.

Antes del mediodía la población acudía a los templos para escuchar el “Sermón de las Tres Horas”, dicho por el orador de su preferencia. Con días de anticipación se publicaba en los templos y en los periódicos de la localidad, los nombres de los sacerdotes que predicarían en La Compañía, Santo Domingo, San Francisco, La Merced, Santa Catalina, Santa Teresa, Santa Rosa, San Antonio de Miraflores, Yanahuara, Cayma, Sachaca, Paucarpata, Sabandía y Quequeña. Había “picos de oro” para todos los gustos: gongorinos, reflexivos, dramáticos, truculentos y hasta didácticos. A las doce del día empezaba el Sermón de las Tres Horas y, como todos los años, la población sometía sus oídos y conciencias al  azote verbal de los predicadores y, cuitados, escuchaban reverberar en las naves, la voz ora centelleante, era reflexiva y ora suplicante de los clérigos. En algunos templos los sacerdotes, asistidos por los sacristanes, y para dar mayor “realismo” a sus “oraciones sagradas” en las que acusaban implacablemente a sus escuchas de provocar con sus pecados los sufrimientos, pasión y muerte de Jesucristo; hacían representar el Gólgota con el buen y el mal ladrón flanqueando a Cristo Crucificado, quien en el momento preciso expiraba – descolgaba la cabeza, sujeta de un hilo a distancia -. O también al Cristo crucificado comenzaba a manarle “sangre” del costado, por otro mecanismo didáctico e ingenuo. Sermones y representaciones conmovían al auditorio hasta las lágrimas. Después de las tres interminables horas en que los oyentes se evaluaban como receptáculos de Satán, relicarios del pecado e hijos inmerecidos del Patrón de los Ejércitos; salían del templo compungidos, escondiéndose de los demás y de sí mismos y admirando a aquél con que tanta elocuencia y desde el púlpito, les había señalado el íntimo crepitar de sus miserias humanas.

Enseguida, en algunos templos que tenían la imagen adecuada de Cristo (articulada en los hombros), se verificaba la ceremonia del Descendimiento. Un grupo de miembros de la hermandad respectiva, vestidos con túnicas a la romana y premunidos de sábanas y paños blanquísimos, desclavaban brazo por brazo y los pies de una imagen de Cristo Crucificado y, con delicadeza y fervor extremos, lo depositaban en el Santo sepulcro. Entre acto y acto un religioso decía breves sermones alusivos. La Sagrada imagen, antes de ser puesta en la urna, recibía de los feligreses: flores, besos en los pies, rezos y súplicas.

Cuando las sombras de la noche avanzaban y la luna llena empezaba a enviar sus rayos que, esa noche, parecían cubrir con mortaja blanquecina todos los paisajes, en las aldeas rurales de Arequipa salían diversos cortejos fúnebres con el Santo Sepulcro. Paucarpata, Sachaca, Cayma, emulando al Gólgota, sentían el paso fantasmagórico de sus rudos pobladores que, conmovidos por su fe, reverentes la desplegaban por sus callejas campestres.

Pero era en la ciudad, esa noche de Viernes Santo donde se verificaba la más importante y multitudinaria manifestación religiosa de la Semana Santa arequipeña: la procesión del Santo Sepulcro que se venera en la Iglesia de Santo Domingo. Todos los asistentes vestían de luto riguroso. La gran mayoría de hombres con terno y corbata negros. Flaqueaban las calles las largas hileras de titilantes velas, que en Semana Santa eran de un color morado o verde obscuros. Por un lado iban sólo mujeres y, por el otro, sólo varones. Por el centro de la calle avanzaban los clérigos dominicos y los seminaristas. Grupos de jóvenes se turnaban para llevar, a distancias prudenciales, el anda con “los elementos de la pasión; la corona de espinas, el cetro de caña y los clavos de Cristo; el anda de “La Verónica” y la que portaba a San Juan, el discípulo amado de Jesús. Más atrás el “Lignum Crucis” era llevado, bajo de palio, por el Padre Prior de Santo Domingo. Luego, con paso mayestático avanzaba el Obispo que, literalmente, arrastraba el duelo con una capa extensísima y negra, que ayudaban a cargar varios seminaristas a manera de cauda. Escoltaban al Obispo, los deanes del Cabildo Eclesiástico con sus rostros jugosos, expresión solemne y portando grandes ciriales en sus añosas manos. El Prefecto de rigurosa etiqueta, o si era militar con uniforme de gala, llevaba enseguida el Guión al centro “de las Corporaciones”: militares con uniforme y entorchados, magistrados con sombreros napoleónicos y levitas; el Alcalde de la ciudad, munícipes, catedráticos, de etiqueta y luciendo en el pecho las cintas y medallas que los identificaban. Enseguida venía, tambaleante, la urna con el Cristo yacente que era cargada por miembros de la Hermandad del Santo Sepulcro de Santo Domingo y que, de trecho en trecho, recibía una “lluvia” de pétalos de flores que le echaban desde balcones y techos. Detrás de la imagen venerada, una muchedumbre compacta y dolorida avanzaba, entre rezos murmurados y sollozos apenas contenidos; mientras sonaban el jadeo monótono de la matraca y la melodía desgarradora del Miserere cholo que la orquesta y voces de la Sociedad musical de Santa Cecilia interpretaban con fúnebre y sobrecogido acento:

“Señor… ten misericordia

de mí, según tus piedades;

que, cuánto importan por tuyas

¡Ay! ¡Ay! ¡ayayay, ayayayay!

cuanto más tienen de grandes.”

Las hileras de velas titilantes seguían flanqueando el extensísimo cortejo, hasta que venía la Virgen Dolorosa, “lacrimosa”, acompañada por la Marcha Fúnebre de Morán que interpretaba la Banda de Músicos del Ejército, y una multitud que se apretujaba como queriendo enjugar con sus rezos y llantos las lágrimas de la Virgen.

Entre los que vivían en el Beaterio, La Antiquilla, la Recoleta y Yanahuara, había la costumbre de regresar de la procesión “de la ciudá” y asistir a la del Santo Sepulcro que salía del Santuario del Señor de la Caña a eso de las once de la noche y se recogía pasada las dos de la madrugada. A la Hora Nona (la primera de la madrugada) del sábado y hasta las cuatro de la mañana aproximadamente, recorría las calles de la ciudad una procesión exclusiva de caballeros llevando en andas a la Virgen Dolorosa (que algunos llamaban la Virgen de la Soledad) del templo de La Merced. La varonil concurrencia se flagelaba así misma, cuando con voz arrepentida cantaba:

“¿Hasta cuándo hijo perdido,

hasta cuándo has de pecar?

No me seas tan ingrato,

guarda, pues, tu iniquidad.”

En el momento cumbre del madrugador peregrinaje y luego de haber rezado un rosario con sus misterios y letanías completos; ofrendaban a la Virgen con el “te aclamamos”, bellísimo canto a la Virgen que, con su coro y trece estrofas, constituye un valioso “Stábat Mater” mestizo y popular. Recordemos su coro y dos de sus estrofas:

“Te aclamamos: abogada,

Madre amada del Señor.”

“Blanco lirio de belleza;

de pureza sin igual;

que perfuma con su esencia

la existencia del mortal.”

“Te aclamamos: abogada,

Madre amada del Señor.”

“Contemplando, Madre mía,

la agonía, la pasión;

se agobiaba tristemente

tu doliente corazón.”

 La Semana Santa finaliza el Sábado de Gloria, en que se conmemora la Vigilia Pascual, para esperar la resurrección de Jesús, pero ante a las 5 de la tarde sale del Templo de San Francisco la imagen de la Virgen de las Angustias, bella imagen conducida en una anda llena de flores y velas blancas . (Los Textos en letra cursiva son de mi autoría NDA)

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

“MENELIK” EL GLADIADOR INVENCIBLE

DESPUES DE 194 AÑOS DE SU MUERTE, MELGAR AUN NO DESCANSA EN PAZ

LOS ENCANTOS ESCONDIDOS DE POLOBAYA