UNA DE LAS ÚLTIMAS LONCAS DE AREQUIPA


Socabaya, cuyo pueblo viejo a pesar de los años mantiene sus tradiciones, tiene aún a esos loncos en extinción que aman su trabajo agrícola y no lo cambian por nada. Doña Encarnación del Carpio Medina, es ejemplo de ellos, ella nació en 1928, tiene 80 años y trabaja como si tuviera 30, su rostro arrugado y deshidratado por el sol así como sus manos encallecidas y deformadas evidencian las duras jornadas agrícolas de muchos años.
Doña Encarna como la llaman sus vecinos, mantiene ese habla lleno de arequipeñismos (palabras de raíces quechuas y aymaras) que ya olvidaron los chacareros de hoy que visten jeans, toman Inka Kola y manejan camionetas 4X4. Ella, a quien conocemos desde hace buen tiempo, nos dice: “Vení, tomate un poco de chicha y llevate un poco de mais pa´ que te hagas mote”; también llama a sus conocidos con graciosos sobrenombres como: “el burro Venancio” y la “Pancha Ccora”.
Pareciera que el tiempo se hubiera detenido en doña Encarnación, cuando la vemos sentimos que Arequipa sigue siendo aquella de los años 40; ni sus visitas esporádicas a la Ciudad ni el modernismo que hoy vivimos han logrado transformarla, pues sigue fiel a las costumbres de sus ancestros.
Para ella no hay domingos ni feriados, todos los días son iguales; su jornada diaria se inicia a las 4 de la madrugada, cuando se levanta para sacar la leche y entregarla a la Gloria o alguna fábrica de yogurt; luego se dedica alimentar a sus conejos, gallinas y pavos, que junto con sus tres perros: Concertaú, Cuca y Piraña (este último se lo encontró en la Avelino) habitan su casa ubicada frente al cerro Cacahuara, llamado desde hace algunas décadas Alto Buena Vista. Antes de las 8 de la mañana, Doña Encarna sale jalando su burro maltón y un peón le ayuda arriar las vacas y borregos rumbo a su pequeña chacra cerca a la zona denominada El Pasto.
Allí siembra maíz, alfalfa y a punta de gritos y colerones ve verdear el majuelo y recoge las mazorcas que devoran con avidez incansable sus vacas y terneros. También hay días en que llega con su ganado chimbando hasta el centro del río Socabaya para recoger callacasi, hierba silvestre usada como forraje.
Cuando le reprochamos para que trabaja tanto, si ya no tiene hijos que atender, pues sus tres vástagos son mayores y con vida propia; ella responde con tono firme: “Qué acaso ellos me van a mantener? Yo vivo de mi trabajo y no quiero estirar la mano a nadie”.
Sin embargo, su salud ya se nota mellada por el constante trajín, y el cuerpo merece un descanso. Pero terca como ella sola, sigue y morirá en su ley. Sus hijos y nietos le han dicho muchas veces que venda sus vacas y sólo se dedique a sus animales menores, pues también cada vez es más difícil encontrar gente que le ayude y sobretodo aguante su carácter agreste. Enojada les responde: “Ya voy a vender todito”; pero ese día nunca llega, muy por el contrario al poco tiempo aparece con una nueva vaca o ternero.
Ella es feliz así a su manera, viendo pastar a su ganado, sembrando y respirando el aire puro de su Socabaya querida.

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